Archivos Mensuales: May 2013

En el lavadero

Colo (2012)

Un tablero de madera alzaba cuatro dedos los pies del suelo y los aislaba del frío que se colaba en el lavadero. No había puerta que lo cerrara a la calle; la entrada eran dos grandes arcos de piedra como ojos enormes que siempre estaban abiertos. Me contaba el abuelo que antiguamente lavaban agachadas en la noria o en los barrancos, y que cuando trajeron el agua de la fuente del Cerro construyeron el edificio, a tanda vecino, para que las mujeres lavaran de pie. Pocas veces se hacía en silencio. Las palabras se crecían en ese vacío de paredes altísimas, rebotaban en el techo una y otra vez, y se multiplicaban antes de escapar a la calle.

Desde la fuente, por un canal abierto, el agua llegaba a la primera pila, la corriente la mantenía clara y fría. Era una pequeña balsa a la que solo entraba la ropa, cuando ya estaba limpia, para el último aclarado. La única excepción era la iglesia; una vez al año, cuando se acercaba la fiesta, las clavarias lavaban en ella las ropas de misa y los manteles del altar.

Por un rebosadero se llenaba la siguiente, la vasta, la balsa de enjabonar y sacar las manchas. El ligero regato que salía del aliviadero separaba las aguas blancuzcas, y en esa transparencia si entraba un rayito de sol, las partículas jabonosas se veían como pequeños arco iris que estuvieran vivos. Se movían rápidos como culebrillas de agua dibujando formas imposibles y cuando los intentabas tocar se disolvían entre los dedos. Las mujeres pasaban horas frotando las prendas en los arredores de granito y sus conversaciones se posaban en el fondo con la suciedad.

Una vez a la semana se vaciaba la balsa y el tío Ramiro regaba su huerto. Los viernes por la tarde, a última hora, dos vecinas acudían por turno a limpiar el lavadero. Sacaban el tapón y, mientras el agua salía, barrían el suelo y frotaban las paredes con escobas de palma. A la mañana siguiente aparecía lleno otra vez. En cambio, a los caballones de patatas les costaba un par de días perder la costra gris que les dejaba el agua sucia. Hace ya tiempo que cuando limpian la balsa el agua se pierde en el barranco.

A mi madre no le gustaba que bajara sola al lavadero, pero aquella mañana insistí  en lavar yo misma mi vestido. Me preparó un cubo de agua caliente que me ayudase con el jabón y me dejó ir.

― ¿También hoy estás aquí? Pues sí que ensuciáis en tu casa.

Los sábados y domingos las coladas aumentaban por la ropa de cama. Las madrugadoras acudían temprano a lavar y, con suerte, sus sábanas se secaban para la noche. Otras, en cambio, las dejaban blanquear un buen rato en agua con azulete. Siempre había algún barreño en espera, con el agua azul, por los rincones del lavadero y siempre había también quién, aprovechando ese rato, metía en el agua su ropa interior y le daba un enjuague.

Junto al tapón se lavaban los atavíos de faena porque venían cargados de tierra, se les daba las primeras aguas a los pañales de algún bebé y  las mujeres aclaraban sus paños cuando pasaban el mes.

Me situé lo más al fondo que pude y metí al agua mi vestido. Cuando la vi entrar y colocarse a mi lado, me hubiera querido hundir en el agua turbia. Mi cuerpo tembló y el quiebro se reflejó en la piedra que me levantaba el tablero.

― ¡Chiquilla, que te caes!

Recuerdo que el lavadero estaba esa mañana más lleno que de costumbre. Las mujeres llegaban a pares. Acababan de avisar, con un bando, de que por la tarde lavarían las ropas del tío Ramiro. Lo trajeron a enterrar unos días antes, no había vuelto al pueblo desde que enviudó.

Isabel lavaba los petates de sus dos hijos, la tía Antonia la manta del pastor. A Lucía le debía de tocar el abuelo porque lavaba una chaqueta de pana y Mari Carmen le quitaba el apresto a una sábana recién bordada. Julieta había elegido también ese día para desempolvar el ajuar que amarilleaba en el arca y María Luisa preparaba los trapos de la matanza.

La mujer comenzó a lavar. Llenó el balde con agua y jabón y puso la ropa en remojo para que se ablandara la mugre. Reconocí el pantalón que me habían obligado a bajar la tarde antes y, por un momento, me pareció que las voces de las lavanderas se interrumpían y que todas veían el dolor de mis cardenales. Me bajé las mangas y metí las manos en el cubo de agua caliente para aliviar el frío.

― Remángate, no ves que te mojas los mangotes y luego no se te secan.

Las sábanas de unas se mezclaban con las camisas de las otras, las lanas ruines desteñían y los blancos pardeaban. El olor a jabón y lejía que enturbiaba el agua me entumecía la mente. Remojé de nuevo mi vestido, lo restregué con fuerza en el granito hasta que me dolieron los dedos.

― No sé dónde se mete este hombre mío, que no hay manera de quitar las manchas.

Al dar la vuelta al pantalón para lavarlo por el revés, la mujer encontró la cremallera atascada. Había un minúsculo jirón enganchado en los dientes que retiró como el que espanta una mosca. Metió la prenda en el agua y el retal salió flotando en dirección al tapón. Empezó a rodar como un torbellino pero no terminaba de hundirse.

Retorcí mi vestido otra vez, lo froté con fuerza y el jabón se deshizo en mis manos. Lo estrujé hasta que salió la última gota de agua y, cuando pretendía irme sin pasar por la otra balsa, la mujer me retuvo.

― ¡Pero chica!

Me cogió del brazo y casi en volandas me plantó en la pila de aclarar. Ella misma puso a remojar mi vestido y el agua delató el desgarrón.

Se quedó mirando. Apoyó las dos manos en el granito apuntalando su cuerpo con los brazos. Sus ojos escudriñaban la tela. Palideció. Sentí que no había nadie más. Que me oía gritar y me veía correr. Yo temblaba y ella olía mi dolor.

Un instante después sacó mi vestido del agua y lo puso en el cubo.

― Hala, vete―dijo―. Y ¡chitón!

 

Del libro: «Desde aquí»

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Pan con chocolate (2/2)

Colo (2012)

 

(…)

Cada año, cuando se acercaba la Navidad, el cartero nos traía una caja con regalos para la escuela. Don Diego decía que la mandaban del ministerio. Había rompecabezas, juegos de fichas y recortables. Lápices de pintar y bolígrafos. En ocasiones incluían barritas de tiza de colores y recuerdo que una vez nos llegó plastilina. Los libros de lectura, que venían en aquellas cajas, los repartía entre nosotros a condición de que los cambiáramos después de leerlos. En la escuela sólo se quedaban los cuentos, unos libros grandísimos con las tapas duras y dibujos de colores que llenaban la hoja entera. Lo divertido de la clase de lengua era que leer en voz alta le tocara a otro. Mientras uno leía el resto le seguíamos en el libro. El maestro paseaba entre las mesas; se detenía detrás de alguien y escuchabas: ¡sigue! Como te pillara despistado catabas el puntero. Le gustaba que leyésemos entonando. A veces repetía algunas frases con intención de animarnos pero, para mí, que más que leer cantaba. Por las tardes nos daba catecismo, salvo los viernes, que nos volvían a separar y las chicas hacíamos labor con Rosa María.

Al «Palo ciego» jugábamos con bombillas fundidas si no teníamos huevos. La gallina inglesa de mis abuelos casi siempre estaba incubando. Vigilábamos su corral a diario y cuando salía la parvada, la abuela nos daba los huevos que no picaban. En el Pilón había un rodal grande de arena perfecto para jugar. Íbamos con los huevos podridos y con un garrote. El huevo se enterraba en un buen montón de tierra y a quien le tocara, se le tapaban los ojos con un pañuelo. Lo girábamos entre todos tres o cuatro vueltas, y luego disponía de cinco oportunidades para romperlo a garrotazos. De no conseguirlo, le tocaba a otro. Los turnos se echaban a suertes porque la mayoría de veces sólo jugaba el primero. Lo mejor venía al acabar, cuando retirabas la arena para ver el pollo. Un engendro acurrucado de ojos cerrados en el que todo era pico. Algunos tenían la piel rosada y llena de granos, en otros, la piel se transparentaba y se veía una masa morada con garabatos negros. ¡Tan feos! Menos mal, decíamos, que nuestras madres no ponen huevos y no tenemos que pasar por esto.

Los maestros nos recomendaban ir a misa, al menos, una vez a la semana. Pero un día de noviembre la asistencia era obligada. Acudíamos a la iglesia con la ropa de los domingos y nos sentaban a todos juntos en las primeras filas. A los mayores que habían pasado la Comunión, si estaban recién confesados, les dejaban comulgar. Yo no sabía cuando me tenía que arrodillar o cuando ponerme de pie, por eso me dejaba llevar por el resto. Y si no conocía alguna respuesta, lo disimulaba moviendo los labios para que no me vieran. Acabábamos  con una canción que nos sabíamos todos. Cuando lo que se celebraba era una boda no hacía falta que nos mandaran. Íbamos a todas.  Al salir de misa, los padrinos tiraban al aire caramelos y la plaza se convertía en un bullidor de chiquillos. De la de Román con Pilar nos enteramos al día siguiente pero mi madre me dijo que en esa no hubo caramelos.

A «Guerra» jugábamos con los soldaditos que vendía el turronero ambulante el día de la fiesta de San Roque. A primera hora de la tarde, antes de la procesión, desplegaba una mesa en la plaza y la llenaba de dulces. Ofrecía peladillas, turrones o chupachús. De todo. Llevaba unos chupos largos de caramelo que te duraban toda la tarde. También había pipas saladas o cacahuetes, y como tuvieras un duro podías comprar tebeos.

En el último trimestre, cuando se aproximaban los exámenes finales, Don Diego dejaba la escuela abierta después de las cinco por si alguno quería estudiar. Pero antes, nos hacía salir al trinquete a merendar y a correr un rato. Me gustaba merendar pan con chocolate, bueno…, lo que  me gustaba era el chocolate. Le pedía a mi madre que no le quitase la envoltura de papel cuando me preparaba la merienda, para separarlo sin que se pegara una miga de pan. Me comía el pan solo y luego disfrutaba el bollo de chocolate, una barra dura y redonda que cuando la mordías se deshacía en la boca como si fuera tierra.  El último trocito me lo guardaba en la lengua sin tocarlo con los dientes para que durara. Volvíamos a clase pocos, y mejor así porque podíamos preguntar.

Don Diego se quedaba leyendo en su mesa, o salía a fumar un cigarro sentado en la barbacana, pero no cerraba hasta bien de noche. Alguna vez acudía Román; sus padres le habían sacado de la escuela aunque el maestro se empeñó en que acabara el curso. Le daba clase a él solo antes de cenar. Yo me iba cuando se hacía la hora de esperar el ganado. Muchos vecinos, como mi padre, que tenían pocas ovejas, se agruparon para sacarlas al monte. Juntaron los hatajos y sólo hacía falta un pastor. Según las cabezas que aportaba cada uno así le tocaban días de tanda. A su vuelta por la noche las destajaban. Los chiquillos acudíamos a buscarlas al sitio por donde entraba el pastor. Cuidando que no se azoraran ellas mismas se separaban. Cada uno se llevaba a encerrar las suyas y como te descuidaras llegaban al corral antes que tú.

En la Calleja, frente al patio de la abuela de Pilar, había un bancal perfecto para jugar a «La Toña». Era un juego de pastores y hacían falta garrotes; pero cuando no los teníamos nos servía cualquier astil, incluso un palo que midiera poco menos de un metro. Para toña buscábamos un tronco corto y ligero que fuera fácil de lanzar. Una vez que tiraba yo, la golpearon tan fuerte que voló hasta el patio de enfrente. Entré a recuperarla y vi a Pilar sentada en un resol junto a su abuela. Desde la noche que los casaron, ella y Román tenían un cuarto allí. Estaba tejiendo unos peuquitos de color de rosa. Me parecieron tan bonitos que me olvidé de la toña. Le pedí que me enseñara su muñeca pero antes de que ella hablara su abuela me echó del patio. Esto no es ningún juego, me dijo, esto es una penitencia. Cuando volví al bancal ya se habían ido todos…

 Del libro: «Desde aquí»

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Pan con chocolate (1/2)

Colo (2012)

Ilustración: Colo (2012)

 

Jugábamos a «Luna» en los recreos. Dos mayores elegían, con «Monta y cave», los jugadores para su equipo. Siempre se quedaban fuera los mismos. Aprovechando el cordón de adoquines que marcaba la línea de saque, dividíamos el suelo del trinquete en cuatro partes iguales. El juego consistía en atravesar el campo contrario y alcanzar Luna. O en impedirlo a base de tortas. Mi madre decía que era de chiquillotes. Aquel fue el primer año que nos juntaban y hacían las dos aulas mixtas. Nos agruparon por edades. A los más pequeños se los quedó la maestra en la escuela de niñas del barrio arriba y el resto nos fuimos a la de abajo. Me alegré de que a mi curso le tocara con Don Diego porque había sido el maestro de mi padre; cuando mis dedos conocieron el puntero me arrepentí.

La escuela, ahora vacía, está en la plaza, frente a la iglesia y al trinquete, justo encima del horno. Comparte planta con la barbería. Una habitación enorme, encalada, rodeada de bancos de yeso y con un gran sillón de madera cerca de la chimenea, donde se hacían las juntas de vecinos. Muchas veces, a boca de noche, se oía la corneta por las calles del pueblo pregonando un bando… «Se hace saber, que esta noche a las diez, habrá junta de la bodega en la barbería». Cuando quedaba libre acudían los mozos.

Mezclados, las clases se hicieron más amenas pero salir a orinar más complicado. Las chicas aprendimos a escondernos entrando al corral del tío Abel. Íbamos dos; si era temprano y aún estaban las ovejas no había problema, una guardaba la puerta mientras la otra lo hacía entre el ganado. Pero a media mañana, cuando en el corral sólo quedaban gallinas, había que protegerse de ellas y olvidar la puerta. Una las espantaba para que la otra salvara el trasero. Los chicos lo tenían más fácil, se arrimaban a una pared en el callejón y sólo habían de cuidarse de que no salieran las vecinas.

A veces, si Don Diego estaba contento y nos dejaba el balón, jugábamos todos juntos a «Balón tiro», otras los chicos jugaban a «Santos» y nosotras al «Perrogato». Una especie de rayuela en las losas de la puerta de la iglesia.  No importaba el número de jugadoras pero más de cuatro se hacía aburrido. Hacíamos el taco con un trozo de suela de goma, redondeando las aristas con el filo de un cuchillo para que no se frenara. (La basura del tío abarquero escondía auténticos tesoros). Para jugar a «Santos» también se necesitaba un taco. Y la cara ilustrada de las cajitas de cerillas. Cada cual cobraba el santo que hacía salir, a tacazos, de un redondel. Los que tenían muchos sólo se jugaban los repetidos. Mi abuelo le guardaba a mi hermano las cajitas vacías, pero cuando no le quedaban entraba a escondidas en la cocina y se las llevaba llenas.

En una de las paredes de la escuela colgaba una pizarra de color verde al lado de un crucifijo. En otra, un póster grande del cuerpo humano y un mapamundi con el hueco del puntero vacío. Antes de que llegásemos por las mañanas el maestro se encargaba de barrer, luego escondía la escoba en el perchero. Su mesa estaba frente a todos y detrás tenía una alacena llena de libros. Presidía la clase una fotografía de Franco vestido de militar y arriba de la puerta, en una hornacina, se empolvaba una figurita del patrón San Roque como la que hay en la iglesia: acompañado de un perro con el pan en la boca y enseñando las heridas que lleva en las rodillas, los sanroques.

En invierno, cada día llevábamos uno la leña para la estufa. Salvo cuando había horno, que sin encenderla se estaba calentito como abajo. Esos días parecía que en la escuela éramos más. En el silencio de los ejercicios oíamos la conversación de las amasanderas y, a veces, sus palmadas ponían música a nuestra cantinela de ríos o de montes. Las clases empezaban rezando un Padre Nuestro, y acababan con un problema de matemáticas. Entre tanto, el maestro no se había quitado el cigarro de la boca ni un instante. El papel se le quedaba pegado a los labios hasta que el cigarrillo se consumía y liaba otro. Sus tres camisas estaban quemadas. Todos los días a las doce, después del Ángelus, Don Diego planteaba en la pizarra un problema para cada curso. Tenías que resolver el tuyo si querías irte.

«Indios y vaqueros» era un juego más largo y no daba tiempo en el recreo. Nos juntábamos en la Era la Peña después de merendar con nuestras armas reglamentarias: un palo arqueado por una cuerda, el arco de los indios; y un trozo de madera pulido, el rifle de los vaqueros. Los arcos podían lanzar flechas de verdad pero no estaban permitidas. A nosotras sólo nos dejaban jugar cuando los chicos eran pocos. Se limitaba la zona de juego para evitar escondrijos alejados; eran más seguros pero te arriesgabas a que terminaran sin enterarte. A Pilar le pasaba muchas veces, se escondía con Román y no aparecían en toda la tarde. Hasta el día en que los encontró su madre; poco después  le cortaron las trenzas y se hizo aburrida de golpe; apenas venía alguna tarde para jugar al «anillo». Lo de Román fue peor, en menos de una semana ya no volvió a jugar ni a ir a clase.

La Era la Peña servía de patio a la escuela de niñas. A veces había cultivadores, o algún remolque o cualquier otro apero de labranza aparcados en ella, pero teníamos espacio suficiente para nuestros juegos. El aula era la planta baja de la casa de la maestra. Bajaba haciendo sonar las llaves y cuando salía del callejón ya la esperábamos en una fila frente a la puerta. Nos hacía entrar en silencio y rezar un Ave María antes de empezar la clase, o cantarlo y llevar flores frescas si estábamos en el mes de mayo. Solía irse del pueblo cada fin de semana en el autobús. Un lunes, cuando volvió, trajo muchos metros de tela rosa con rayitas blancas. Las madres nos cosieron a todas baberos de quita y pon, desde entonces no nos dejó entrar en la escuela con ropa de calle. Yo me ensuciaba bastante; perdí más días de escuela por la lluvia y la humedad que por estar enferma. Cuando nos juntaron con los chicos desaparecieron los uniformes.

Rosa María me enseñó a leer y a escribir; y a quedarme sin comer por no hacer las sumas. Me dejaba sola, encerrada en el aula hasta las tres, para que sumara. Más de una vez mi primo se coló por la ventana y me ayudó a terminar. Estuve con ella hasta cuarto. Cuando llegué a la escuela de abajo empezamos las Naturales con el cuerpo humano. Me aprendí de memoria la circulación de la sangre. Copié diez veces, por charrona, la lección entera. Me recuerdo comiendo y copiando a la vez en la mesa de la cocina. El castigo incluía dibujar el sistema circulatorio a dos colores. Entonces comprendí que todos nacemos con un poco de príncipes o de princesas, y llegué a pensar que según crecemos la sangre de un color se apodera de la otra.

Cada año, cuando se acercaba la Navidad, el cartero nos traía una caja con regalos para la escuela. Don Diego decía…

 

Del libro: «Desde aquí»

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