En la chimenea chisporrotea una rama de sabina. Un rato antes la hemos encontrado en el pajar del abuelo, donde dormía, entre restos de paja, más de cuarenta años, a la espera de un cenáculo que caldear.
Arde gustosa, sabedora sin duda, de haber corrido mejor suerte que sus parientes cercanas, que después de tranquilizadas con la protección de existencia y territorio, irrumpirá en su descanso un regimiento de molinos de viento, de aquellos que trastornarían a cualquier quijote por muy cuerdo que llegara a su presencia.
Con el calor que desata la teda ardiente se esfuman aciagos momentos de un año que termina, y el aroma de su madera encarnada, acomoda en nuestra memoria instantes afortunados de un pasado sin permuta.
La obra efímera, cálida y violenta, que el leñoso corazón regala a nuestras miradas, embadurna con colores las copas de cava por las que entramos, de manera irreversible, a un año bisiesto.
Año de ajustes y medidas correctoras que se instalará en nuestra vida, disipará neblinas e incertidumbres y nos surtirá de perfume.
Cientos de sabinas quedan por respirar.