Archivos Mensuales: febrero 2014

La Chelvana

También aquella era una mañana de invierno. El camino crujía bajo las suelas de los zapatos; brillaba como si cientos de estrellas hubiesen caído y estallado en pedazos al llegar al suelo. Me llevaban al dentista porque mis dientes de leche se resistían a pesar de despuntar los definitivos. Tenía miedo, sí, y frío, pero la emoción de viajar por primera vez en la Chelvana los dominaba. Iba a conocer por fin, hasta dónde llegaba la carretera una vez cruzados los pinos de la Montalbana. Quizás el relente sea igual cada madrugada y el frío sólo dependa del abrigo que vistas en la espera. En esta, ni la más tupida piel templaría el hielo de mis huesos. Recuerdo aquel chaquetón de gabardina, heredado de mi prima, y a mi cuerpo jugando al escondite entre sus costuras. La bufanda embozándome hasta las orejas, y el aliento humedeciendo las fibras rasposas que enrojecían mi barbilla a cada sonrisa. El mismo respirar helado que ahora es helado desde dentro entonces se enfriaba al llegar afuera. Mis puños apretaban el forro de los bolsillos buscando un desgarrón por el que frotar los nudillos con la guata, y mis rodillas parecían bolas enrojecidas saltando a la pata coja entre el bajo del vestido y la goma de los calcetines.

Una carrancla ruidosa se acercaba desde los Arcos y pasaba de largo. Tardaba cinco minutos en dar la vuelta en la plaza y volver a la parada apestando a gasoil. Eran pocos: no daba tiempo a contar las farolas encendidas ni a leer los carteles de las paredes de la caseta. Hoy son coches más nuevos los autobuses que cubren la ruta. La Chelvana es más silenciosa, más vacía, igual de puntual. Una mirada oblicua es más que suficiente para desconfiar de las promesas de cambio que se solapan en los bandos del tablón de anuncios, y cinco minutos son muchos esperando un autobús para huir de la quimera.

La frenada pareció un pinchazo largo, como si saliera todo el aire de las ruedas; las piezas campanearon volviendo a su sitio, recomponiéndose hasta quedarse quietas. Abrió las puertas de golpe y se desplegaron un par de escalones. Yo debía levantar poco porque mi padre me aupó para alcanzar los pasamanos y entrar en el coche. Tampoco sentada me llegaban los pies al suelo, pero los parapeté en el respaldo del asiento delantero porque me deslizaba con el escay. Me dejaron el lado de la ventanilla para que disfrutara del camino. No entendí que la llamasen así cuando era una ventana más grande que la de mi cuarto pero me gustóAnnie Griffiths Belt: Autobús al amanecer el sitio. Afuera aún estaba oscuro y el cristal reflejaba el interior, podía ver como se quedaba dormido el señor del otro lado del pasillo sin que él se enterara. Mi cuerpo se acompasó con el movimiento del coche, hacía calorcito, sonaba la radio,… Lo siguiente fue despertar con el sol en los ojos y mi padre diciéndome: venga, vamos, que hemos llegado.

Esta mañana el conductor ha bajado a ayudarme con las maletas antes de subir al autobús, después, él mismo, ha cobrado mi billete sencillo. Apenas un par de viajeros ocupan los primeros asientos pero he preferido sentarme en los últimos. Mirar por la ventana trasera es como tardar un poco más en alejarse.

Las visitas al dentista se repitieron durante un par de años. Mi padre me entretenía en el trayecto haciéndome adivinar el nombre del pueblo siguiente. Recuerdo algunas de las pistas que memorizaba para no defraudarle: Por La Yesa pasábamos de noche; la carretera parecía acabar en el muro de una casa de piedra, pero la Chelvana se colaba entre las farolas, rozándolas, y cruzaba por medio del pueblo. Cuando las montañas se iban quedando atrás y empezaba el amanecer llegábamos a Higueruelas; me contaban que, en una mañana despejada, desde las Peñas de Dios se veía el mar. Yo reconocía las Peñas por la enorme cruz que las coronaba pero nunca logré ver el mar. El primer tren lo descubrí a la entrada del Villar, siempre parado. Casualmente coincidía con el horario del autobús, pero nunca vi ni dentro ni subir a ningún viajero. Tiempo después me di cuenta de que se trataba de un solo vagón, sin maquina, y de que estaba plantado decorando un jardín. En Casinos subía una señora con una cesta a vender peladillas y Liria era ya una ciudad con muchos semáforos.

Durante años, la Chelvana ha unido mi centro con la periferia. Acercándome a las pocas cosas que no encontraba en estas montañas me ha hecho crecer. Fuimos con ella al viaje de fin de curso al terminar en la escuela; recuerdo que un grupo insistimos en pasar la noche en el autobús, en lugar de dormir en el hotel, el conductor me hizo responsable dejándome las llaves y aquella responsabilidad me alivió del frío. Con la Chelvana acudí también a mi primer concierto en Valencia: un roquero sudoroso en camiseta y pantalón de rayas que llenó el estadio. En estos asientos he dado los últimos repasos al temario de algún examen en el instituto, las últimas cabezadas de los lunes llegando a la facultad,… En este mismo coche he ido de compras o al cine. Me llevó por primera vez al teatro y resultó ser también mi primera manifestación porque vimos “La Madre”, de Gorki, los actores se mezclaban con el público y desplegaban pancartas en las protestas…

Hacía tiempo que no cogía el autobús. Cuando decidí que nada que estuviera fuera de estos montes me era necesario, mis viajes se hicieron menos frecuentes. Hoy la decisión no ha sido mía. Me sorprendió el desencanto, no lo vi llegar. Soy culpable de la torpeza… Una vez más éste coche y ésta ruta me llevan a un primer encuentro. A un nuevo punto de partida. Está amaneciendo. Sembrados y cunetas se desperezan cubiertos de escarcha como tantas mañanas de invierno. Comienza a clarear entre los pinos. La hora violeta asoma despacio, tranquila… Pronto llegaremos a la Atalaya y el cielo parece despejado. Quién sabe… quizás esta vez pueda ver el mar.

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