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Día de horno (2/3)

Colo 2012

Ilustración: Colo

 

(…)

Comparten edificio en la plaza, frente a la iglesia, la escuela de niños, la barbería y el horno. Decía mi hermano que los días de horno, arriba en la escuela, tenían los pies calentitos y no hacía falta encender la estufa. Un vecino, a quien le tocara encender el horno, se pasaba la noche en vela quemando leña. Lo llenaba de troncos, aliagas y romeros secos ardiendo hasta blanquear la bóveda. Las losas de arena despedían calor todo el día y cocían los panes. Aun así, los rescoldos se guardaban adentro para prender algún tronco si flojeaba el calor. Dormían recostados a un lateral y cada vez que se abría la puerta, como cuando suena el despertador, las brasas se desperezaban en un larguísimo bostezo enseñando sus dientes rojos. De amanecida la hornera barría el interior del horno. Con un trapo húmedo atado a una pértiga larga sacaba los restos de la combustión: carbones, cenizas, tizones…, cualquier cosa que, pegada a la base del pan, pudiera dejarlo negro y amargo. El barrido costaba un buen rato. Mientras, llegaban las primeras masas, las mujeres pedían el turno y dejaban sus capazos por los tableros a esperar la subida. «Ya puede bajar tu madre, que no entra en la primera hornada».

Cuando la pasta dejaba de subir era momento de amasar, se ayudaban unas a otras a vaciar el contenido de sus capazos. «Apártate no te manches». Cogían con una mano cada esquina de las maseras y, entre dos, las levantaban en volandas y las dejaban caer a la mesa cubierta de harina. La masa cedía a su propio peso y se estiraba zompona en el tablero. Después rascaban la tela con una rasera. A Pilar la acompañaba su abuela, la estaba enseñando pero terminaba haciéndole los panes. Estaba tan gorda ya que si se acercaba a la mesa entorpecía el paso.

Era una suerte si un día de horno coincidía con vacaciones escolares, me dejaban pasar la mañana amasando. Con la masa tan blandita tenías que rebozar las manos en harina para limpiarte los dedos, pero podías hacer cualquier figura y luego convertirla en otra cosa. Yo sabía amasar un rollo y retorcerlo en un ocho, o deformarlo en una media luna que, juntando las puntas, terminara siendo una cesta llena de bolitas de masa. Otras veces cortaba tres tiras iguales y las trenzaba o hacía un cordón largo y finito para dibujar en la mesa. En una ocasión, Lucía, amasando junto a mi madre, me enseñó a hacer una gallina con las dos mitades de un pan. A la primera mitad le dio un pellizquito con los dedos para hacerle un pico y, girándola de medio lado, la transformó en cabeza y cuerpo de gallina. De la otra mitad, cortándola en cuartos, sacó las dos patas y la cola. Luego con la puntita de unas tijeras le fue dando picotazos y la llenó de plumas. «Ponte aquí, que te van a dar con la pala». Hacía y deshacía hasta cuartear la masa, alguna vez conseguí una figura merecedora de entrar al horno y me la comí de merienda. Calladita, miraba a mi madre separar el puñado de masa para un pan. Me fascinaban los panes todos del mismo tamaño, no los pesaba y le salían idénticos, yo no conseguía dos dibujos iguales si no los calcaba. Empezaba entonces a aplastar una y otra vez la masa con las manos, la oxigenaba, la palmeaba y le daba golpes al tablero, la pasta se retorcía como si le doliera. Imaginaba mi trasero entre sus manos y, del susto, me salía a la calle. «Eso, vete con el abuelo».

Al lado del horno había un resol donde los viejos esperaban charrando la hora de comer, por las tardes volvían a jugar a las cartas. Apartaba el garrote del abuelo y me sentaba en sus rodillas. Llevaba pantalones de pana; me gustaba jugar a que los canalillos eran caminos y mi dedo un coche, lo conducía despacito para no salirme hasta tropezar con un remiendo de tela lisa y quedarme sin carretera. Desde la calle, las palmadas a la masa se oían con eco, y las palabras de las masanderas tan fuerte que parecían hablar para todo el barrio. «Pero si se lo hacía todo encima». «Se mueren porque se olvidan de respirar». «Pues a ella no le dio tiempo».  « ¡Hay que tener agallas!». «Sí, agallas, o poco miedo». El abuelo siempre guardaba alguna peseta en los bolsillos, yo esperaba una antes de volver adentro. «Pobre Ramiro, daba pena ver cómo la cuidaba, no lo conocía ya». La puerta del horno era de dos hojas horizontales, la de arriba estaba siempre abierta y si te colgabas en la de abajo entrabas volando como en un columpio.

Acabados de amasar, los panes, parecían hechos con un compás. Los dejaban reposando en un tablero sobre    (…)

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Traje de novio … 6/11

(6/11)

                                                       …  Porque eres tú, tronco, que si fuera otro… ¡me iban a pillar a mí en esta  movida! ¡Menuda chapa!… ¡Joder, Indio, t´an trincao!… ¿También fotos? A mí ya me han hecho muchas, de frente y de perfil, de las dos. ¡Apúntale  a otro, tío!… ¿Quién lo iba a decir el día que llegaste?… Parece que te estoy viendo cuando te colaste en la zanja, ¡la fumata que teníamos montada!  «Que rule», dijiste, y ruló; si parecía que te iba el rollo, tenías toda la pinta. Pero cuando pillaste el peta… ¡Entiéndeme coño! ¡Delante de los colegas… lo hiciste mierda!, ¿cómo iba a quedar así?… Salimos a la calle, y la peña detrás, que aún no había nacido quien mirara de frente al Rana… ¡Chupé de hostias! Lo dejaste bien claro… Lo que no me esperaba es lo que vino después… ¡Me comiste la chola tío! En lugar de arrestarme nos fuimos al pueblo. Pasamos la noche de pafeto en pafeto, mientras nos quedó guita.  Cuando volvimos me pusiste a cargo de la carpintería. Me pareció mentira… Aprendí el oficio y, no te lo he dicho, cuando salí empecé a trabajar con el carpintero del barrio, al lado de casa… ¡Otra! ¡Que tengo queli!, que tampoco te lo he contado. Nos hemos pillado un piso yo y mi chati, ya vendrás… Y no voy de broncas, ¿pa´qué?,  salimos a privar pero de tranqui. Ya nos correremos una…

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Carácter

www.moderna.org/lookatme Le gusta venir por las tardes a tomar café en esta cafetería: enfrente justo de “la finca de la abuela”, como llamaba su padre al edificio de cinco plantas del otro lado de la calle. Hace unos meses un gran cartel anunciaba la próxima construcción de una decena de pisos de lujo,  en la última semana, desde que vio como iniciaban las obras, no ha faltado ninguna tarde. Siempre se sienta en la misma mesa junto a la ventana. Hoy se interesa especialmente, han terminado el derribo del bloque y las excavadoras trabajan quitando escombro.
Nadie de su familia vivió nunca en esa casa. La llamaban así porque fue la abuela quien la levantó; el primero de unos cuantos edificios que construyó cuando el abuelo la abandonó.
A su padre siempre le gustó contarle historias de la abuela y ella le escuchaba fascinada por aquella mujer con tanto arrojo. Se pasó lo primeros años de casada de embarazo en embarazo y casi siempre sola. El abuelo trabajaba en el puerto trayendo barcos de legumbres del otro lado del atlántico y, al parecer, siempre llegaba a casa cuando los niños dormían, nunca tenía tiempo para ellos. Manejaba mucho dinero, eso sí, les puso una sirvienta que ayudara con la casa y los hijos, les llenaba de regalos, pero su padre solo recordaba haber pasado un domingo con él.

Cuando tenían ya cinco hijos, un buen día, como el que se va a por tabaco, el abuelo salió de casa y nunca más volvió. Ella, consciente de las numerosas amantes que rondaba, pensó que era lo mejor que podía pasarle y no soltó ni una lagrima. Al día siguiente, le contaba su padre, la abuela empezó la cimentación del solar que acababan de comprar para su nueva casa. No fue la única. Contrató más servicio que cuidase de sus hijos y siguió trayendo legumbres en nombre de su marido. Cuando terminó el edificio, en lugar de habitarlo, alquiló los pisos y poco a poco fue invirtiendo los beneficios en la construcción de inmuebles.

Veinte años después, sin haber recibido una sola noticia de su marido, el estado la declaró viuda y dueña del patrimonio. Desde entonces la familia ha vivido de rentas.

El año pasado un promotor ofreció una indecente cantidad por “la finca de la abuela” y su padre, que ya estaba muy enfermo, le dio permiso para venderla. Murió poco después, pero antes, un día que se encontraba mejor vinieron los dos a la cafetería. Se sentaron en esta misma mesa y fue aquí donde su padre le entregó la única fotografía que conservaba de la abuela. La había tomado el abuelo en un paseo por Viveros justo el día antes de desaparecer. También le confesó que nunca se creyó la historia del abandono y que, cuando escavaren para cimentar el nuevo edificio, no le extrañaría que apareciera el eslabón perdido de su familia.

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