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En el lavadero

Colo (2012)

Un tablero de madera alzaba cuatro dedos los pies del suelo y los aislaba del frío que se colaba en el lavadero. No había puerta que lo cerrara a la calle; la entrada eran dos grandes arcos de piedra como ojos enormes que siempre estaban abiertos. Me contaba el abuelo que antiguamente lavaban agachadas en la noria o en los barrancos, y que cuando trajeron el agua de la fuente del Cerro construyeron el edificio, a tanda vecino, para que las mujeres lavaran de pie. Pocas veces se hacía en silencio. Las palabras se crecían en ese vacío de paredes altísimas, rebotaban en el techo una y otra vez, y se multiplicaban antes de escapar a la calle.

Desde la fuente, por un canal abierto, el agua llegaba a la primera pila, la corriente la mantenía clara y fría. Era una pequeña balsa a la que solo entraba la ropa, cuando ya estaba limpia, para el último aclarado. La única excepción era la iglesia; una vez al año, cuando se acercaba la fiesta, las clavarias lavaban en ella las ropas de misa y los manteles del altar.

Por un rebosadero se llenaba la siguiente, la vasta, la balsa de enjabonar y sacar las manchas. El ligero regato que salía del aliviadero separaba las aguas blancuzcas, y en esa transparencia si entraba un rayito de sol, las partículas jabonosas se veían como pequeños arco iris que estuvieran vivos. Se movían rápidos como culebrillas de agua dibujando formas imposibles y cuando los intentabas tocar se disolvían entre los dedos. Las mujeres pasaban horas frotando las prendas en los arredores de granito y sus conversaciones se posaban en el fondo con la suciedad.

Una vez a la semana se vaciaba la balsa y el tío Ramiro regaba su huerto. Los viernes por la tarde, a última hora, dos vecinas acudían por turno a limpiar el lavadero. Sacaban el tapón y, mientras el agua salía, barrían el suelo y frotaban las paredes con escobas de palma. A la mañana siguiente aparecía lleno otra vez. En cambio, a los caballones de patatas les costaba un par de días perder la costra gris que les dejaba el agua sucia. Hace ya tiempo que cuando limpian la balsa el agua se pierde en el barranco.

A mi madre no le gustaba que bajara sola al lavadero, pero aquella mañana insistí  en lavar yo misma mi vestido. Me preparó un cubo de agua caliente que me ayudase con el jabón y me dejó ir.

― ¿También hoy estás aquí? Pues sí que ensuciáis en tu casa.

Los sábados y domingos las coladas aumentaban por la ropa de cama. Las madrugadoras acudían temprano a lavar y, con suerte, sus sábanas se secaban para la noche. Otras, en cambio, las dejaban blanquear un buen rato en agua con azulete. Siempre había algún barreño en espera, con el agua azul, por los rincones del lavadero y siempre había también quién, aprovechando ese rato, metía en el agua su ropa interior y le daba un enjuague.

Junto al tapón se lavaban los atavíos de faena porque venían cargados de tierra, se les daba las primeras aguas a los pañales de algún bebé y  las mujeres aclaraban sus paños cuando pasaban el mes.

Me situé lo más al fondo que pude y metí al agua mi vestido. Cuando la vi entrar y colocarse a mi lado, me hubiera querido hundir en el agua turbia. Mi cuerpo tembló y el quiebro se reflejó en la piedra que me levantaba el tablero.

― ¡Chiquilla, que te caes!

Recuerdo que el lavadero estaba esa mañana más lleno que de costumbre. Las mujeres llegaban a pares. Acababan de avisar, con un bando, de que por la tarde lavarían las ropas del tío Ramiro. Lo trajeron a enterrar unos días antes, no había vuelto al pueblo desde que enviudó.

Isabel lavaba los petates de sus dos hijos, la tía Antonia la manta del pastor. A Lucía le debía de tocar el abuelo porque lavaba una chaqueta de pana y Mari Carmen le quitaba el apresto a una sábana recién bordada. Julieta había elegido también ese día para desempolvar el ajuar que amarilleaba en el arca y María Luisa preparaba los trapos de la matanza.

La mujer comenzó a lavar. Llenó el balde con agua y jabón y puso la ropa en remojo para que se ablandara la mugre. Reconocí el pantalón que me habían obligado a bajar la tarde antes y, por un momento, me pareció que las voces de las lavanderas se interrumpían y que todas veían el dolor de mis cardenales. Me bajé las mangas y metí las manos en el cubo de agua caliente para aliviar el frío.

― Remángate, no ves que te mojas los mangotes y luego no se te secan.

Las sábanas de unas se mezclaban con las camisas de las otras, las lanas ruines desteñían y los blancos pardeaban. El olor a jabón y lejía que enturbiaba el agua me entumecía la mente. Remojé de nuevo mi vestido, lo restregué con fuerza en el granito hasta que me dolieron los dedos.

― No sé dónde se mete este hombre mío, que no hay manera de quitar las manchas.

Al dar la vuelta al pantalón para lavarlo por el revés, la mujer encontró la cremallera atascada. Había un minúsculo jirón enganchado en los dientes que retiró como el que espanta una mosca. Metió la prenda en el agua y el retal salió flotando en dirección al tapón. Empezó a rodar como un torbellino pero no terminaba de hundirse.

Retorcí mi vestido otra vez, lo froté con fuerza y el jabón se deshizo en mis manos. Lo estrujé hasta que salió la última gota de agua y, cuando pretendía irme sin pasar por la otra balsa, la mujer me retuvo.

― ¡Pero chica!

Me cogió del brazo y casi en volandas me plantó en la pila de aclarar. Ella misma puso a remojar mi vestido y el agua delató el desgarrón.

Se quedó mirando. Apoyó las dos manos en el granito apuntalando su cuerpo con los brazos. Sus ojos escudriñaban la tela. Palideció. Sentí que no había nadie más. Que me oía gritar y me veía correr. Yo temblaba y ella olía mi dolor.

Un instante después sacó mi vestido del agua y lo puso en el cubo.

― Hala, vete―dijo―. Y ¡chitón!

 

Del libro: «Desde aquí»

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Un tablero de madera alzaba cuatro dedos los pies del suelo y los aislaba del frío que se colaba por las puertas del lavadero: dos grandes ojos abiertos en un edificio diáfano que los vecinos construyeron a tanda. Pocas veces se lavaba en silencio. Las palabras se crecían en ese vacío de paredes altísimas, rebotaban en el techo una y otra vez, y se multiplicaban antes de escapar a la calle.
―¿También hoy estás aquí? Pues sí que ensuciáis en tu casa.
El agua llegaba de la fuente, por un canal abierto, a la primera pila, la corriente la mantenía transparente; por un rebosadero se llenaba la segunda balsa, la vasta, la de enjabonar y sacar las manchas. Las mujeres pasaban horas frotando las prendas en los arredores de granito y sus conversaciones se posaban en el fondo con la suciedad.
Cuando la vi entrar y colocarse a mi lado, con su balde de ropa sucia, me hubiera querido hundir en el agua blancuzca y escapar con ella por el tapón que regaba el huerto. Mi cuerpo tembló y el quiebro se reflejó en la piedra que me levantaba el tablero.
―¡Chiquilla que te caes!
La mujer comenzó a lavar y reconocí el pantalón que me habían obligado a bajar la noche antes, me pareció que las voces de las lavanderas se interrumpían y que todas veían el dolor de mis cardenales. Me bajé las mangas y metí las manos en el cubo de agua caliente para aliviar el frío.
Las sábanas de unas se mezclaban con las camisas de las otras, las lanas ruines desteñían y los blancos pardeaban. El olor a jabón y lejía que enturbiaba el agua entumecía mi mente.
― No sé donde se mete este hombre mío que no hay manera de quitar las manchas.
Remojé de nuevo mi vestido, lo restregué con fuerza en el granito con intención de desgarrarlo y me traicionaron los miedos. Después lo retorcí, pero ni el agua clara de la primera balsa me arrancó la vergüenza.
― Remángate, no ves que te mojas los mangotes y luego tardan mucho en secar.

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