Archivos Mensuales: diciembre 2007

Encierros

(Para Rosa)

Estampa con dificultad sus pisadas en la arena mientras bordea toallas y cuerpos bronceados.

Condenada a vivir en la playa. ¿Libre? ─ Sí, pero enclaustrada.

¿Acaso no es cadena un corto vuelo?

¿No es frontera el mar para su juego?

Y ¿no es jaula, aunque sutil, para la paloma el cielo?

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Epístola

¿Qué será lo que traigo? ¿Cómo se puede pasar tan rápido de la emoción más excitante a la más honda desolación?

No fue fácil rellenarme, lo sé; lo sentían mis fibras cuando aquella punta azul, raspaba con brusquedad mientras corría por mis renglones. La mano varonil que la empujaba, apretaba tan fuerte que apunto estuve de fundirme con mis hermanas de abajo. La lágrima que cayó en mi margen ha manchado mi blanco impoluto. Al final soltó el bolígrafo con tal brusquedad sobre mi delgado cuerpo, que temí que me rasgaba y desaparecer también en la papelera como le pasó a mi hermana de arriba, le vi lanzarla con tanta fuerza, que hasta me dolieron sus arrugas.

Veremos a mi lo que me espera. Antes, unas manos me han liberado con arrebato de es sobre opresor y he visto los ojos más hermosos y radiantes que jamás me habían observado, me han apretado tan fuerte a un pecho que los latidos del corazón ponían música a mi danza de moléculas. Una nariz me ha olido, unos labios me han besado, han acariciado mis planas, y hasta mis filos.

Pero ahora, las lágrimas que salen a borbotones ponen brillo a unas mejillas rojas de ira, de cuando en cuando, una mano me suelta y las seca restregando con brusquedad. Los labios, que me parecieron jugosas fresas anunciando el final del invierno, se han convertido en aristas frías y moradas rodeando la boca por la que salen gemidos de dolor acompañados de llanto.

No sé que dicen las letras que acuno, pero sé que escritura desgarrada provoca desconsuelo.

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Amor

Las estrechas camas de hospital provocan vértigo. También las paredes inanimadas y las batas blancas. Teresa, apoyándose por primera vez en su hija, bajó al suelo, metió los pies en unas suaves zapatillas y con la mirada perdida de debilidad se puso derecha. La habitación apestaba a remedios y sábanas limpias. Panaceas inútiles ante la vejez.

Las ruedas del pie de gotero las ayudaron a llegar al baño sin mayor dificultad, despacio, eso sí, con la agilidad con que camina un corazón cansado.

La imagen que vio en el espejo no era suya, ni las ojeras, ni los surcos eran suyos. Ni era ella la mujer abatida y cetrina que se dejaba desnudar.

Con mucho cuidado, su hija, la sentó en el taburete de la bañera, levantó sus piernas y las metió en la tina.

─ Hay que ver a lo que se llega ─ dijo Teresa, ocultando las lágrimas que querían aparecer por esos ojos rendidos de amargura.

─ Te recuperaras ─ contestó la más joven, mientras dejaba caer el agua caliente por el cuerpo blanco de su madre. Y deseó estar en lo cierto cuando sus manos enjabonadas recorrían las lorzas de la edad. Con caricias sacó de la piel dos días de cuidados intensivos y la enjugó en un abrazo de algodón. Besó su flácida mejilla y cerró los ojos.

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Viaje

Había conducido toda la noche para llegar en coche a Cádiz. Más de ochocientos kilómetros de vías rápidas y carreteras de mala muerte, en las que estuve, casi siempre, acompañada de lluvia y mal tiempo; por eso una vez embarcados y asignado mi camarote, el cansancio me permitió, únicamente, ver como nos alejábamos de la orilla unas pocas millas, y luego, hube de entregarme a esa siesta reparadora, me sentí mecida por el océano y creo recordar que ya estaba dormida cuando mi cabeza llegó a la almohada.

Mi estomago me despertó a la hora de la cena, y jamás le agradeceré lo suficiente que lo hiciera. Cuando después de cenar, salí a cubierta buscando un espacio que no tuviera la placa “libre de humos”, me encontré con una inmensidad negra donde apenas se distinguía el horizonte, a no ser, por los millares de estrellas que poblaban esa oscura noche de verano. Sólo el ruido de los motores y las malolientes chimeneas me impedían formar parte de esa negrura apasionante.

Tres o cuatro cigarrillos más tarde, el frío, y de nuevo el sueño, me obligaron a volver a mi litera, pero, conscientes de que el mejor espectáculo es el que aún no has visto, mis ojos se abrieron a una hora intempestiva; recordé la noche anterior y saqué de mi maleta la prenda que prometía más abrigo. Salí del camarote en dirección a ese amanecer que el azar, en un gesto generoso, iba a colocar a la popa, y alejándome cuanto pude de las chimeneas, subí a la cubierta más alta y me senté a disfrutar del amanecer atlántico.

Poco a poco el día empezó a desperezarse. Agua y Cielo, cual amantes que se sienten observados, trataban de recuperar la compostura colocando esa línea divisoria horizontal, por la que en pocos instantes apareció radiante y rotundo el Sol. Las pinceladas de luz y color que extendía a diestro y siniestro, no hacían sino mostrarme la grandeza de esos dos universos que yo nunca había contemplado con aquella nitidez.

El día lo pasé deambulando por el barco, disfrutando de paisaje y paisanaje, y agradeciendo a la diosa cobertura que nos hubiera abandonado, no recordaba al ser humano sin un móvil pegado a la oreja.

Esperé la llegada de la noche que como suponía, no me defraudó. Vi al astro rey despedirse con un cálido guiño y hundirse discreto en las aguas serenas y bravas, sabedor que de nuevo los amantes retomarían la noche de amor que él mismo había interrumpido en la mañana.

Mi sueño fue corto, alabo esta vez su falta; alguien me dijo en una ocasión, que lo mejor está por venir, y vino; antes del siguiente amanecer me instalé en la proa, cientos de luces amarillas se colaban por mis retinas y acercándose poco a poco, me iban adelantando la riqueza de emociones que me esperaban en el interior de estas tierras gran canarias, que ahora, yo lo sabía, eran el centro de mis dos universos.

Las Palmas de GC, desde Punta de Arucas

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Cena de Nochebuena

Cuando el 13 de diciembre leyó la prensa, celebrando su buena vista, se le encogió la molleja, que poco antes había llenado con cinco nueces y el día anterior con cuatro, al leer la noticia: a sus primos lejanos, los gallipavos, allá por tierras mejicanas, cuando estaban crecidos les embuchaban con una nuez entera el primer día, dos el segundo, el tercero tres, y así hasta quince, porque su carne estaba más sabrosa cuando los cocinaban el día dieciséis.

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Muchacha con turbante

Cuentan que quiso escribir unos versos para decirle que la amaba, que envidiaba la luz que entrando por su ventana emplomada la tocaba fundiéndose en una caricia interminable. Que tenía celos del paño azul que envolvía su pelo y caía por su espalda. Que quería ser la capa dorada que abrigaba sus hombros y el algodón blanco que abrazaba su cuerpo en una camisa de luna llena. Ser el péndulo de perla, que aun quedando suspendido eternamente a un instante de su piel, custodiaba tan fielmente su sentido que ni el más leve sonido interrumpía su belleza.

Dicen que se rindió ante sus ojos, que sus pupilas le enloquecieron y quedo sometido a sus deseos. Que su mirada le dio vértigo y le colocó al borde de un desmedido
vermmer-joven-turbante acantilado de pasiones donde agua y sal devoraban la más dura de las rocas. Que intento disolverse con el aire para colarse en su interior y poseerla. Que una vez sus dedos sintieron el rojo de esos labios y quedaron para siempre condenados a ese tacto.

Quería contarle que no había día sin ella, ni noche sin ella. Que Infierno y Cielo se aliaban en una danza irremediable de dolor si ella no estaba. En cambio, desatino y yerro se perdían con la melodía dulce de sus pasos.

Pero no conocía palabras que pudieran más allá de insinuar sus sentimientos. Delirante y osado, pero firme y persuadido, mezcló pigmentos, diluyó aceites, combinó esencias y deseos. Cubrió de negro el blanco lienzo y pintó su poema.

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Soy

Sé, por el espejo, que soy una mujer blanca, bajita y redonda, que tengo el pelo negro salpicado de canas, y que mi piel se entrega a las arrugas y a las patas de gallo.

Sé que soy la herencia de mi madre y de mi abuelo, de mi padre y del suyo, de los padres de mis abuelos, incluso de los suyos.

Sé que soy lo que soy para los demás, y que de poco me sirve el resto.

Aun con todo, sé que me gustan los colores y dibujar en blanco y negro; que no temo a la oscuridad pero me inquieta estar ciega. Que adoro la vida, por eso, moriría o mataría por un niño. Que me seduce la luz del día y de la noche, la de una vela o la de unos ojos. Que me enternecen las flores y la lluvia en primavera. Sé que me encanta volar con los ojos cerrados o devorar carretera al volante de mi destino. Que disfruto en locales con humo o al aire libre. Que me alegra encontrar el tiempo que pierdo, o perder el tiempo en un abrazo. Sé que me duelen los mutilados de palabra y obra, y me desagradan los reptiles, tengan las patas que tengan. Que me complace la belleza y que detesto la mezquindad.

Sé que soy, por mi expresión castellana; de nacimiento serrana; en el país soy valenciana y peninsular aquí.

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