Había conducido toda la noche para llegar en coche a Cádiz. Más de ochocientos kilómetros de vías rápidas y carreteras de mala muerte, en las que estuve, casi siempre, acompañada de lluvia y mal tiempo; por eso una vez embarcados y asignado mi camarote, el cansancio me permitió, únicamente, ver como nos alejábamos de la orilla unas pocas millas, y luego, hube de entregarme a esa siesta reparadora, me sentí mecida por el océano y creo recordar que ya estaba dormida cuando mi cabeza llegó a la almohada.
Mi estomago me despertó a la hora de la cena, y jamás le agradeceré lo suficiente que lo hiciera. Cuando después de cenar, salí a cubierta buscando un espacio que no tuviera la placa “libre de humos”, me encontré con una inmensidad negra donde apenas se distinguía el horizonte, a no ser, por los millares de estrellas que poblaban esa oscura noche de verano. Sólo el ruido de los motores y las malolientes chimeneas me impedían formar parte de esa negrura apasionante.
Tres o cuatro cigarrillos más tarde, el frío, y de nuevo el sueño, me obligaron a volver a mi litera, pero, conscientes de que el mejor espectáculo es el que aún no has visto, mis ojos se abrieron a una hora intempestiva; recordé la noche anterior y saqué de mi maleta la prenda que prometía más abrigo. Salí del camarote en dirección a ese amanecer que el azar, en un gesto generoso, iba a colocar a la popa, y alejándome cuanto pude de las chimeneas, subí a la cubierta más alta y me senté a disfrutar del amanecer atlántico.
Poco a poco el día empezó a desperezarse. Agua y Cielo, cual amantes que se sienten observados, trataban de recuperar la compostura colocando esa línea divisoria horizontal, por la que en pocos instantes apareció radiante y rotundo el Sol. Las pinceladas de luz y color que extendía a diestro y siniestro, no hacían sino mostrarme la grandeza de esos dos universos que yo nunca había contemplado con aquella nitidez.
El día lo pasé deambulando por el barco, disfrutando de paisaje y paisanaje, y agradeciendo a la diosa cobertura que nos hubiera abandonado, no recordaba al ser humano sin un móvil pegado a la oreja.
Esperé la llegada de la noche que como suponía, no me defraudó. Vi al astro rey despedirse con un cálido guiño y hundirse discreto en las aguas serenas y bravas, sabedor que de nuevo los amantes retomarían la noche de amor que él mismo había interrumpido en la mañana.
Mi sueño fue corto, alabo esta vez su falta; alguien me dijo en una ocasión, que lo mejor está por venir, y vino; antes del siguiente amanecer me instalé en la proa, cientos de luces amarillas se colaban por mis retinas y acercándose poco a poco, me iban adelantando la riqueza de emociones que me esperaban en el interior de estas tierras gran canarias, que ahora, yo lo sabía, eran el centro de mis dos universos.