Xavier Gascó
Se encuentra bajando la empinada escalera de cemento que divide en dos los huertos que hay bajo el muro de la carretera, y que hoy, de manera incomprensible, están situados en frente. La oscuridad de la noche oculta el singular paisaje que ella recuerda. A través de las finas suelas de sus zapatos siente la dureza de los cantos rodados incrustados en el hormigón. Con cada paso, como si activará un invisible interruptor, se va iluminando un escalón que vuelve a la penumbra cuando se enciende el siguiente. El tiempo no cuenta, ni la distancia cuenta, sabe que ha de llegar abajo para empezar a subir, y sabe también, que no es un descenso geográfico; que va de la gloria al más profundo de los infiernos. Continúa lentamente, con la cadencia de la tristeza y desazón que provoca el orgullo mutilado.
Un estrecho rellano espera al final de la escalera. Se entretiene un instante contemplando la densa negrura que impide percibir cualquier aroma, ni siquiera el de la hierbabuena que puebla los ribazos de los huertos.
Tiene las manos dentro de los bolsillos de su pantalón, pero no las siente. Parece que se hayan fugado sus sentidos, quizá conserva la vista aunque sólo vea sombras, o ni siquiera sus ojos estén abiertos y todo sea imágenes almacenadas en su pensamiento que desde hace un rato ha empezado a bullir. Frases inconexas mezcladas con recuerdos corren por los laberintos de su cerebro en la búsqueda desesperada de una salida. La puerta está arriba, al final de la escalera, ha de subir aunque le pese. Y una vez arriba, cruzar la carretera del pueblo y enfrentarse a la indiscreción de sus vecinos. ¿Cuál es pues el dolor más doloroso?
Paso y medio separan el último escalón de bajada del primero de subida y comienza el ascenso.
Las piedras de río aparecen ahora mojadas, aunque no ha habido lluvia que refrescara su sueño. Con paso firme, a pesar de su cobardía, afronta el terrible desnivel. Un simple resbalón podría hacerla caer y que su cuerpo rodara escalera abajo llevándola de nuevo al infierno.
El último peldaño la separa de sus miedos, cierra los ojos para esconderse del grupo que la espera al otro lado, y avanza. Con el suspiro que se escapa de sus labios cerrados, gentío y carretera se desvanecen.
La noche en el pueblo es menos oscura. Pequeñas farolas, como luciérnagas en espera de macho, cuelgan de las paredes y una liviana luminiscencia encandila las calles vacías.
Alguien le dice “buenas noches” y buenas noches contesta, pero no ve a nadie, ni siquiera sabe si lo ha oído.
Camina pensando que amanece, que el negro se está haciendo violeta.