Archivos Mensuales: julio 2008

Enmienda

De repente escuchó lo que había oído decir a su amigo: “Hay dos formas de llegar al desastre, sostener lo imposible y retrasar lo inevitable”. Entonces alzó los brazos, alcanzó la viga, acarició el nudo que había atado con esmero, agarró la soga, deslizó la cabeza, liberó el cuello y se desató.

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Ensueño

Xavier Gascó

Xavier Gascó

Se encuentra bajando la empinada escalera de cemento que divide en dos los huertos que hay bajo el muro de la carretera, y que hoy, de manera incomprensible, están situados en frente. La oscuridad de la noche oculta el singular paisaje que ella recuerda. A través de las finas suelas de sus zapatos siente la dureza de los cantos rodados incrustados en el hormigón. Con cada paso, como si activará un invisible interruptor, se va iluminando un escalón que vuelve a la penumbra cuando se enciende el siguiente. El tiempo no cuenta, ni la distancia cuenta, sabe que ha de llegar abajo para empezar a subir, y sabe también, que no es un descenso geográfico; que va de la gloria al más profundo de los infiernos. Continúa lentamente, con la cadencia de la tristeza y desazón que provoca el orgullo mutilado.

Un estrecho rellano espera al final de la escalera. Se entretiene un instante contemplando la densa negrura que impide percibir cualquier aroma, ni siquiera el de la hierbabuena que puebla los ribazos de los huertos.

Tiene las manos dentro de los bolsillos de su pantalón, pero no las siente. Parece que se hayan fugado sus sentidos, quizá conserva la vista aunque sólo vea sombras, o ni siquiera sus ojos estén abiertos y todo sea imágenes almacenadas en su pensamiento que desde hace un rato ha empezado a bullir. Frases inconexas mezcladas con recuerdos corren por los laberintos de su cerebro en la búsqueda desesperada de una salida. La puerta está arriba, al final de la escalera, ha de subir aunque le pese. Y una vez arriba, cruzar la carretera del pueblo y enfrentarse a la indiscreción de sus vecinos. ¿Cuál es pues el dolor más doloroso?

Paso y medio separan el último escalón de bajada del primero de subida y comienza el ascenso.

Las piedras de río aparecen ahora mojadas, aunque no ha habido lluvia que refrescara su sueño. Con paso firme, a pesar de su cobardía, afronta el terrible desnivel. Un simple resbalón podría hacerla caer y que su cuerpo rodara escalera abajo llevándola de nuevo al infierno.

El último peldaño la separa de sus miedos, cierra los ojos para esconderse del grupo que la espera al otro lado, y avanza. Con el suspiro que se escapa de sus labios cerrados, gentío y carretera se desvanecen.

La noche en el pueblo es menos oscura. Pequeñas farolas, como luciérnagas en espera de macho, cuelgan de las paredes y una liviana luminiscencia encandila las calles vacías.

Alguien le dice “buenas noches” y buenas noches contesta, pero no ve a nadie, ni siquiera sabe si lo ha oído.

Camina pensando que amanece, que el negro se está haciendo violeta.

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Atracción

Me envían del periódico a cubrir el estreno de la nueva atracción en el parque temático. Se trata de “Huracán Cóndor”, una columna metálica de cien metros de altura, a la que se sujetan dos plataformas con capacidad para cuatro personas sentadas en cada una y que miran en direcciones opuestas. La ascensión dura veinte segundos y una vez arriba, las sillas, realizan un giro de 360 grados entorno al pilar, para inmediatamente después descender en caída libre. Habría sido tan sencillo como copiar la ficha con los datos técnicos de la entrada y esperar la reacción de los primeros atrevidos, pero me apetece ir más allá y vivir la emoción para después contarla.

Llega mi turno, las risas nerviosas, de mis compañeros de cola, se congelan al cruzarse con las miradas desorbitadas de los que acaban de bajar. Tampoco será para tanto, pienso mientras me siento. El encargado de seguridad comienza a dar instrucciones, los cinturones bien apretados y la espalda recta apegada al respaldo. Las chancletas y los bolsos mejor dejarlas abajo. No llevar nada suelto que se pueda perder. Cuando todo le parece estar correcto, acciona un dispositivo que deja caer unos rígidos tirantes sobre los hombros de cada uno de nosotros, y que se fijan a la altura de la cintura con unas anillas donde podemos agarrar las manos.

En el mismo instante en que nos arrancan del suelo comienzan los nervios, en solo un segundo la altura supera las cabezas de los que esperan y los gritos, aun tímidos, se mezclan con risas bobas. A medida que subimos va aumentando la velocidad y las carpas y pabellones se quedan pequeños. No hay nada bajo mis pies. El cuerpo se me pega al asiento. La mente parece subir unos metros por debajo. La altura es enorme. Se alcanza a ver el mar. Siento miedo. ¡Que paren ya! ¡Que me dejen bajar! Mirando la lejanía no siento vértigo, o si que lo siento, no sé que me pasa. Mis oídos se taponan, grito y mi boca se queda desencajada, no me responde, no tengo aliento. Seguimos subiendo ¡Qué horror! ¡Esto es eterno! ¡Mamá! ¡Si veo la casa de la abuela! ¡Dios mío! ¡Quiero bajar!

Un suave clic anuncia que la ascensión ha terminado, la plataforma quieta, sonrisas sordas se mezclan con lágrimas frenéticas, involuntarias. Tengo las uñas clavadas en las palmas de mis manos. Me destenso. Un giro lento nos ofrece una esplendida panorámica, del mar a la montaña en un silencioso suspiro y vuelta al mar.

De repente: ¡Aaah!

El encargado nos ha desatado, me ofrece la mano, no acierto a levantarme, mejor espero que baje mi estomago.

Huracan Condor

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